Guarda mi memoria perfectamente la escena de aquella noche. La mía, mi escena. Agachándome para coger un VHS de la mesa del televisor, entornando las puertas de la habitación de mi padre y de mis abuelos a fin de no despertarles, pero también de ganar en aislamiento, en concentración y también, porque no decirlo, en soledad. Girando el sillón para situarme en frente de la pantalla. Ya estamos listos para otra sesión de cine, una más, como una noche más de las de mi juventud. Que toca hoy… Hitchcock.
Play.
Unos minutos después, tras ver la que quizás sea la escena más famosa de la historia del cine, me recuerdo abriendo las puertas de ambas habitaciones, tampoco viene mal sentirse acompañado esta noche.
Pero vayamos a la escena en cuestión, no a la mía, sino a la gloriosa escena de la ducha de Psicosis.
Marion Crane huye tras haber robado dinero de la oficina donde trabajaba, en la huida recala en el motel de Norman Bates a pasar la noche. Se desnuda dispuesta a tomar una ducha, el agua cae sobre ella, disfrutando, todo rodado en un mismo eje direccional, es decir, con la cámara enfocando hacia la pared. Un primer cambio de eje excepcional, aunque falseado, puesto que habría que tirar la pared del baño para poder obtener este enfoque, nos permite ver una silueta de una anciana, que presuponemos la madre sobreprotectora de Norman, tras la cortina, Marion no la ve. Nosotros sí. Nosotros tenemos información que el personaje no tiene y le queremos avisar, pero no podemos. Esto es suspense. Se descorre la cortina, Marion grita indefensa, los planos son cada vez más cerrados hacia su boca, y las puñaladas empiezan a caer, verticales, violentas, aunque la mayoría de ellas fallidas. La sangre empieza a brotar, a mezclarse con el agua, Marion se desliza por la pared, con los ojos abiertos, quizás viendo al verdadero asesino Norman Bates, algo que el telespectador no puede ver. Esto es suspense con mayúsculas. Una vez más el maestro del suspense da información a unos para quitársela a otros. Se resiste, se intenta agarrar a la cortina pero esta cede y cae violentamente al suelo. Genial encadenado del desagüe al ojo.
La escena rodada a partir de un brillante storyboard de Saúl Bass (quien más tarde reclamaría la autoría de la dirección) sobra decir que es fascinante, prodigiosa cinematográficamente. Pero lo que realmente fascina es que a la media hora larga de película Hitchcock está matando a la protagonista, y no es una cualquiera, sino Janet Leigh, la estrella, el gancho comercial. Una vez más el maestro rompe con los cánones para situarse muy por encima de lo antes visto.
La escena se rodó entre el 17 y el 23 de diciembre de 1959, siete días para menos de tres minutos de metraje. Consta de 50 planos con entre 71 y 78 ángulos (el número exacto se desconoce) de cámara. Exceptuando los planos de acercamiento a la ducha y posteriores al asesinato los planos son extremadamente cortos, violentos, cortantes. Lo que nos hace mantener, muy a nuestro pesar, la concentración al cien por cien. La alternancia de ángulos, picados, contrapicados, mezclando puñaladas con las manos de Janet intentando defenderse, gritos, es un prodigio de montaje. Sin embargo, todo es subliminal, prácticamente en ningún momento excepto en 4 fotogramas (una octava parte de segundo) vemos el cuchillo desgarrando el cuerpo de la protagonista, que en este caso no era Janet, dado que las escenas del cuerpo las rodó una doble, Marli Renfro. Para conseguir más autenticidad en los gritos dicen que el director usó, sin que Janet lo supiera, agua helada en la ducha. Para reproducir el sonido de las cuchilladas se clavó un puñal sobre un melón.
En un principio Hitchcock y el genial compositor Bernard Herrman no están de acuerdo a la hora de musicalizar la peculiar escena de muerte. Sin embargo Bernard le sugiere al director que se vaya de vacaciones y vuelva para ver el resultado. Y es sencillamente esencial en la escena. Marion Crane recibe, 9 apuñalamientos. Nueve cuchilladas que el espectador percibe visualmente. Sin embargo Herrman, con los histéricos y chirriantes violines, propina al espectador un total de 50. Eso implica que mientras uno está viendo 9 puñaladas, lo que percibe psicológica y emocionalmente son 50 salvajes estocadas. Si hubiera acompasado los violines con los ataques, la secuencia no tendría efecto alguno. Por el contrario, al haber creado una situación irreal, lo que genera es un estado de auténtico caos, provocado por la brutal ruptura entre la percepción visual y sonora. Además, para impedir que el espectador pueda reaccionar, hace que el sonido no tenga la misma cadencia, sino que lo altera anárquicamente, multiplicando la sensación de desorden y, por consiguiente, de terror.
Por Ardemo.
Por Ardemo.
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