i La generación del ochenta u ochenta y siete significó la radicalización, en muchos casos, del discurso político y social. Paralelamente a esta opción, otros autores como Juan Luis Martínez o Raúl Zurita optaron por una escritura que apelaba a los recursos de la neovanguardia y abrieron un universo extraordinario que conjuntamente a los esfuerzos desplegados por Diego Maquieira, Rodrigo Lira o Carlos Cociña, significó la aparición del discurso feminista (Teresa y Lila Calderón, Verónica Zondek, Alejandra Basualto, Bárbara Délano); neocoloquial (Sergio Parra, Víctor Hugo Díaz); etnocultural y metapoético (Tomás Harris, Clemente Riedemann, Elvira Hernández, Juan Eduardo Correa, Javier Campos, Juan Antonio Massone, Eduardo Llanos, Gonzalo Contreras, Germán Muñoz Pilichi, Cristián Vila, Soledad Fariña, Mauricio Barrientos, José María Memet, Andrés Morales); homosexual (Francisco Casas); indígena (con el extraordinario e importantísimo poeta fundacional Elicura Chihuailaf y también la importante vos de Leonel Lienlaf); etc. Este hecho marcó un cambio en la lírica chilena pues permitió atisbar una diversidad discursiva como nunca antes vista, asunto de primer orden pues serviría de necesario antecedente para que las promociones posteriores (sobre todo la del noventa) pudiesen articular una poesía sin compromisos, desprejuiciada y sin ataduras ideológicas. Asunto que también, desde la segunda mitad de la década de los ochenta, se complementaría con la apertura política que permitió recuperar la democracia. Este particular momento significó también un intento de reparación de parte del alicaído entramado cultural del país; con una verdadera explosión de ediciones de libros (autoeditados o en sellos pequeños), de revistas (de muy baja circulación) y, fundamentalmente, de la aparición de Talleres Literarios, espacios amparados por un par de instituciones (Sociedad de Escritores de Chile y Biblioteca Nacional) u organizados por estudiantes y poetas bisoños en universidades o, simple y llanamente, de forma privada. Años de esperanza en los años venideros, el final de los ochentas significaron la madurez de una poesía que avanzaba hacia temas y preocupaciones muy similares a las actuales.
Entrados en la década de los noventa aparece, como se ha dicho, una nueva promoción que se autodenomina “de los noventa”. Grupo heterogéneo en sus búsquedas y procedimientos, se forma casi completamente en las universidades. Entre sus hallazgos puede contarse el intento por no hegemonizar ni monopolizar ningún tipo de escritura, consiguiendo una diversidad de tonos y estilos que buscan a sus referentes en otras literaturas (neohelénica, francesa, anglosajona) más que en la propia tradición chilena o de la lengua castellana. También cultivan un desprejuicio en cuanto a las temáticas y registros, realizando una lectura abierta de las múltiples posibilidades del género. De esta forma conviven sin problemas neoclasicismo, neosurrealismo, antipoesía, neovanguardismo y, por cierto, una lírica de tono clásico. Como muy bien señalara Javier Bello en su tesis de grado, estos poetas se transforman en desarraigados, en huérfanos de su propia tradición cultivando una escritura donde no caben los cenáculos ni las asociaciones. Una sana desconfianza anima a la mayoría. Con inusual fuerza, estos autores se consolidan rápidamente y ocupan un espacio (lo quieran o no y dentro de los reducido del mismo…) en la palestra literaria. Voces como las de Julio Espinosa Guerra, Javier Bello, Ismael Gavilán, Germán Carrasco, Cristián Gómez, Damsi Figueroa, Armando Roa Vial, Sergio Madrid, Verónica Jiménez, Kurt Fölch, Alejandra del Río, Julio Carrasco, Marcelo Pellegrini, Leonardo Sanhueza, Andrés Adwanter, David Preiss, Christian Basso, Patricio Cifuentes o Malú Urriola entre muchos otros, publican con gran velocidad sus primeros libros y consiguen articular encuentros, antologías y talleres que, poco a poco, demuestran el notable talento que poseen. Como es tradición en la poesía chilena, también dentro de este grupo, las ciudades de las regiones han ido incrementando su gravitación en el género. Concepción, Valparaíso, Temuco y Valdivia se convierten cada día más en centros de gran producción poética. Las universidades, los centros culturales y comunitarios se han erigido en espacios donde se continúa la tradición de los talleres literarios y donde, con mayor o menor fortuna, se intentan publicar algunas revistas de poesía.
Cuando la promoción de los noventa pareciera constituirse en los “novísimos” del momento, con extraordinaria velocidad surgen otros jóvenes que quieren abrirse paso con sus libros y visiones de mundo. A veces catalogados entre los poetas del noventa, otras veces señalados como autónomos, estos últimos autores ya realizan encuentros literarios, planean primeras ediciones y antologías poéticas. No es posible saber cuál es la razón de tanto interés y tanta proliferación poética, pero es indudable que, a todas luces, la calidad no merma en pos de la cantidad. Otra vez las universidades son escenario importante para el desarrollo de una nueva promoción, es allí donde se gestionan, otra vez, talleres y revistas de gran interés. Tema aparte y complicado es dar algunos nombres –dada la gran cantidad de autores- pero baste con señalar que se habla de, al menos, una treintena de poetas (si es que esta cifra no es, tal vez, conservadora). Entre ellos, y sólo para nombrarlos como autores editados y verdaderamente posesionados y destacados al día de hoy es posible señalar a: Víctor Quezada, Rodrigo Olavarría, David Villagrán, Juan Santander, Julio Faúndez, Simón Villalobos, Juan Manuel Silva Barandica, Manuel Naranjo, Patricio Morales, Santiago Bonhomme, Ricardo Espinaza, Arnaldo Donoso, etc., desde el norte al sur del país.
Como impresión o, mejor, como visión de estos últimos años es necesario repetir las ideas de una poesía donde la continuidad, la diversidad y el desconocimiento entre los diversos países de lengua castellana son las notas dominantes. Si a esto le agregamos una suerte de “desprecio” entre las diversas literaturas hispanoamericanas y la española (donde se cree que lo mejor es lo realizado en el propio país y donde se mira con recelo lo escrito en otros), rápidamente se concluye como natural que muchos poetas busquen en lejanas tradiciones y en otras lenguas sus referentes inmediatos. De igual forma, ha aparecido un auténtico “canibalismo intergeneracional” que preocupa por lo absurdo y por las gruesas anteojeras exclusivas que significa negar todo lo anterior y menospreciar la propia tradición poética chilena.
Mientras tanto, a pesar que el género poético ha ido teniendo una condición de “desplazado”, y, a pesar que la crítica no logra dimensionar con justicia la extraordinaria vitalidad de la poesía y a pesar que sólo unos nombres muy consagrados parecieran abarcar toda la atención de los pocos lectores, la poesía chilena continúa en constante movimiento persiguiendo no sólo su permanencia sino también nuevos derroteros donde este difícil arte pueda dar mucho más de sí.
Por Andrés Morales (Colaboración)
Por Andrés Morales (Colaboración)
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